sábado, 4 de abril de 2015

Enigma poético

Parece que la montaña acaba de nacer... El Miniques, Altiplano de Chile. 2015


Enigma poético

La poesía del mundo se desprende de la palpitación de la luz: ella lo presenta. La reverberación de los matices muestra su armonía cuando se deviene en naturaleza. En ese rapto mineral, en ese embrujo orgánico, es donde cada instante supone la vivencia de un momento único. Ante los ojos se presentan revelaciones jamás vistas y los impulsos de la luz formulan cambios asombrosos. Presentan situaciones de alta sinergia, donde la materia se hace realidad en su forma estética y presenta a los sentidos un espectáculo permanente. Entonces la conciencia se abre en plenitud a los murmullos del mundo: es ahí cuando la comunicación se hace posible y aparece su verdad de forma limpia y plena.


Aunque la altura y el frío son severos la vida se da, toma formas especiales para sobrevivir. La paja brava alimenta a los guanacos, llamas y otros camélidos...

El perfil de la montaña nos sobrecoge, nos empequeñece con su dimensión, con su sabiduría milenaria, con su voz acumulada entre las capas de roca. Las huellas de lo sucedido han quedado ocultas entre sus labios, silenciadas por millones de años y su gravedad nos comprime el pensamiento: todo transpira de su poderosa giba. Cuando su misterio sale a la luz nos sumerge, nos sitúa en un estado irreal y aquello que es pasado remoto se abre al pensamiento como algo presente: se revela como verdad intemporal. La acción más nimia, una gota de lluvia, es una señal de piedra, una palabra fósil que resuena en todo el valle.

La montaña esta hecha de materia, de tiempo y aparente silencio: es una roca gigante que espera y susurra. Sus nieves permanentes, sus tierras quemadas y pajas bravas, le hacen a la roca desnuda un vestido único, inmaculado y solemne: ¡nada hay que le iguale…!


La emoción se despierta, se estremece ante la percusión de aquellos volcanes dormidos y parece que el escenario presenta un estado irreal, una ilusión que se hace piedra y tierra. Pero no, aquello es físicamente real, está presente como un cuerpo inalterable, no hay trucos de proyección ni de percepción: es luz que describe la gravedad de la montaña, materia que se expresa en un espacio sin límites, verdad que se hace poesía.

Lagunas del altiplano en Chile. Viaje a las salinas de Uyuni y al vientre de las minas de Chuquicamata. 2015

Existe una expresión adjudicada erróneamente a Aristóteles que dice que “la naturaleza imita el arte”. Es una lectura equivocada que ha vertido ríos de tinta y que nos lleva a equívocos constantes.
En “Decadencia de la mentira” Oscar Wilde presenta un debate inteligente entre Cyril y Vivian. Cyril invita a Vivian a salir de la biblioteca para gozar del aroma que expanden los ciruelos: Vivian le contesta:

A mi juicio, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos preocupa la Naturaleza. Realmente lo que el Arte nos revela es su falta de plan, su extraña tosquedad, su extraordinaria monotonía, su carácter completamente inacabado. La Naturaleza posee, indudablemente, buenas intenciones; pero como dijo Aristóteles hace mucho tiempo, no puede llevarlas a cabo.

Oscar Wilde nos dice que el que se encierra en el museo y para tomar conciencia de cómo es un árbol tiene que mirar una obra de Constable o de Turner, queda ciego ante la poesía de un nido de golondrina.

La roca se eleva, son los envites de la placa del Pacífico: sin notarse la montaña tambien se hace...

Miro la montaña y entonces quiero atrapar aquel instante, detener en la imagen aquella emoción y de esta manera entregarla al criterio del tiempo, dejar que llegue hasta vosotros. Deseo preservar aquel misterio como un momento vivido, mostrar la poiesis de los elementos en un instante eterno. Quiero hacer con ella una ofrenda para testimoniar que he sido útil y que alguna cosa queda de mi después de la muerte... Con la cámara fotográfica puedo hacer una buena “reproducción” y con este gesto de soberbia intento eternizar la emoción que he sentido… El resultado es siempre insatisfactorio: ¡un fracaso! Aunque quiera retorcer las miradas, confundir los pensamientos, estimular los instintos, mi acción quedará siempre como una realidad homóloga: “el tiempo enlatado”. Aunque hiciera interpretaciones innovadoras, estampas magníficas, el ícono equivalente no será nunca si la sombra de lo real. La imagen realizada se apaga en un cuarto oscuro, la montaña no, ella pervive la oscuridad, es un regalo de las variantes del sol.

Esta reflexión me precipita en el abismo y me obliga a tirar la cámara al fuego: si la auténtica emoción se destila de la montaña, sólo esas esencias son valiosas y respetables, por tanto son esas armonías las que configuran la obra, las que me orientan sobre lo que he de encontrar. Duro es pensarlo pero todo lo demás son réplicas sin sentido, señuelos de lo real que configuran otra realidad, la que se forma en el pensamiento humano. Las obras son testimonios de instantes vividos, algunos respetables, otros detestables y muchos fracasados. A todo esto le podemos llamar “memoria estética, información cultural o gestión del espíritu humano. Nada queda aclarado: las obras siempre permanecen quietas en los estantes.

La montaña sigue allí y segrega su asombroso poder, su enigmática presencia cada día. El viento y el agua le dan aliento y crece o disminuye como una planta. 

El agua y el barro juegan el rol de las imitaciones; relatan el cuento de los espejos.

Con las obras intentamos preservar las experiencias y dar estatuto de eternidad aquello que es el soplo de un momento hermoso. Queremos hacer de un suspiro una palabra de pedernal, de una exclamación de luz un estado permanente, del color del amanecer un valor eterno: no es posible y si lo es… ¡sólo queda el reflejo de nuestras intenciones! Todo esto nos confunde y crea una quimera insoluble: un suspiro, una queja, un aullido o el sublime “gorjeo” de una soprano no se pueden conservar, sólo se pueden reproducir. Con el tiempo se mantienen en el círculo infinito de la repetición y hasta se pueden mejorar con los naturales cambios de los interpretes... Sin duda la obra emana de la expresión de un instante y se perpetúan porque han pasado a ser memoria colectiva, valor inmaterial, realidad mental que pervive entre nosotros, pero el tiempo originario ya no está: "se ha dormido en la montaña". La obra emana de la comunión espiritual con el mundo, de los reflejos del valle, de los salientes de roca, del blanco de los cerezos. En su momento esto se presentó ante los ojos con el estatuto de “realidad estética” pero ya no está, el público que la sintió como tal y la proyectó en la historia ya se han perdido. Sus emociones se solaparon en los instantes y sus experiencias se confundieron entre los pliegues del tiempo: ¡pero hay consuelo, siempre queda algo fósil como testimonio!

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