lunes, 8 de diciembre de 2014

Mis milicias. Testamento de Caín el Hermoso.


Mis milicias

En abril de 1994 África se decantó placentera en mis ejércitos: las milicias de la ignominia se reunieron en la iglesia y el estadio de Kibuye. Varios miles fueron eliminados en el templo sin resistencia alguna. En tres meses murieron más de 250.000 personas y el conflicto se extendió por toda Ruanda, quedó implicada Uganda, R. Del Congo, Tanzania… Como una libertina insaciable se entregó a los fastos de la pasión, danzaban en un espasmo terminal y en aquel ritual de muerte, las víctimas asustadas se ofrecían como corderos: en lugares cerrados y arrinconados ofrecían el cuello sin resistencia.
Los alegatos de aquella masacre fueron creados en tiempos remotos, aumentados en despachos europeos, aireados por transistores, crecidos en el murmullo de la calle y depurado en el carnet de identidad. No había diferencias raciales, religiosas, lingüísticas, nada: sólo se recordaba las diferencias de clase entre los Hutus y los Tutsis.
Se magnificaron los pretextos de los tiranos, se avivó el odio tribal, el matiz en la piel, el rango social y “el derecho a ser los hijos predilectos de Dios”. Sus armas más mortíferas se afilaron en tres meses: los machetes de Bagosora, de los oficiales Aloys Ntabakuze y Anatol Nsengiyumva y muchos más realizaron en poco tiempo el genocidio más despiadado de los últimos años en África.
Durante unos meses se pudo ver por TV, casi en directo, las masacres de Ruanda… Los noticiarios de occidente mostraban los cadáveres en las cunetas, cruzados en los caminos y descompuestos entre la hierba. En otras: como un ligero alambre de espinos y en ocasiones una simple cinta de plástico, separaba a los reporteros del primer mundo, de los refugiados del inframundo. Unos cargados de material fotográfico y tarjetas de crédito, otros resignados a morir degollados…

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