martes, 22 de octubre de 2013

La excavadora





La Cartepillar 428 en la excavación de la cisterna. La Ford 505 aporta material para hacer la Capilla turkana.



La excavadora


Quedamos de madrugada para que la policía de trafico no pusieran problemas con el traslado de aquel paquidermo. Sus bramidos se sentían de lejos y describían con precisión las curvas de la carretera. Poco a poco aumentó el volumen y delató su cercanía, a los pocos minutos llegó hasta la entrada de la finca con los primeros rayos del sol. Justo cuando se encendían las ramas secas vi llegar una pala excavadora pintada de amarillo, lanzaba humo y berridos al cielo con estrépito. Una vez más aullé de entusiasmo en medio de aquel páramo y llené con un mugido el hueco de una noche en vela. Las dunas verdes del bosque se estremecieron al ahuyentarse las sombras y la luz del alba me presentó una pieza clave en todo el proceso posterior; una excavadora Ford 505 en la fase final de su vida. Tenia una rueda delantera con las lonas deshilachas y visibles y por el vientre caían las gotas de aceite hasta dejar un reguero en el asfalto.

En aquel momento no pensé en nada y en cierta manera me sentí reconfortado al contar con una “máquina” para hacer el trabajo, pero si alguien hubiera contemplado la escena, si hubiera evaluado la faena que tenía que hacer con aquel artefacto, se habría puesto a llorar de desolación. Pienso que se habría desecho en lagrimas viendo aquel espectáculo de locura; un hombre mayor, con aquella reliquia y en aquel lugar de abandono. La Ford 505 no tenía bulones en la retro y le habían puesto trozos de rea (hierro grueso para armar el hormigón). Con el uso, el acero de la rea se había comido los casquillos y todo quedaba desajustado. La bomba del agua perdía por la junta y el radiador era un manantial que brotaba caliente como las termales.

Pero no todo el mal se hizo presente al instante, el tiempo marcó los procesos, la noche se igualó con el día y el cielo y la tierra formaron una sola imagen. La máquina era brava, empezó a berrear entre matojos, zarzales, endrinos, lentiscos o pistachos salvajes. Todos saltaban por los aires a mordiscos, el corazón de aquel animal de acero era fuerte y valiente como el mejor de los guerreros. Las piedras de varias toneladas rodaban por la pendiente y los pinos temblaban de dolor con los golpes descontrolados de su brazo de hierro. Entonces noté que las heridas de los árboles eran también mis heridas. Con deficiencias en el manejo y lágrimas en los ojos pasé los primeros días, así fue hasta que comprendí que era el precio a pagar por el trabajo iniciado; para arreglar aquella selva había que hacer mucho daño. Nunca imaginé nada tan duro ni me sentí tan exhausto y abandonado.

Al ver como sangraban aquellas heridas decidí tomar nota de cada una de ellas y empecé a fotografiarlas con cuidado para no dejar enemigos sueltos. El cansancio de las jornadas dio paso a la brisa fresca del atardecer y después al reposo merecido en el sueño. Así pasaron más de mil días y mil noches, al final, el agotamiento, la soledad y el desconsuelo apagaron cierto brillo en la mirada, pero la primera parte de la obra estaba acabada.

El verano del 2000 tuve un infarto y varias anginas, todo terminó cuando me hicieron una operación milagrosa, una angioplastia. Entraron por una arteria de la pierna, cerca de la ingle y llegaron al corazón con un alambre de acero. Trabajo de fontanero para instalar un Sten reparador allí donde la tubería se había infartado. ¡Lo pasé mal, por algún lugar tenía que salir el abatimiento. Movido por estos contratiempos escribí un libro que le llamé “Crónicas de un infarto y seis anginas de pecho”. Uno más de los trabajos que duermen en los cajones…

En aquel tiempo ya vivíamos en la Comella y delante de la casa se podía ver “La torre del mujaidin”, una obra coronaba con una escalera que ayudaba a ascender por los caminos de la ilusión. En aquella tierra de abandono se había iniciado un proceso, pero estaba en la primera fase y sólo el amor y la pasión por una idea podía hacer de aquel desierto un emisor de señales vivas, un jardín esperado.

La máquina aguantó la campaña; la pobre chorreaba aceite por las junturas y murió de manera súbita al romperse el sistema de transmisión. Se portó magnífica; cuando le pedía fuerza berreaba como un cerdo en la matanza, pero arrancaba las piedras y liberaba los caminos con una facilidad de espanto. Ella me hizo palista y casi mecánico, a ella le dediqué estos versos.

Mi adición es el trabajo:
en mover las piedras de lugar
y abrir las entrañas de las piedras
me entretengo todas las horas del día.
Para arañar la tierra tengo una pala excavadora y con
las uñas corto las raíces de los pinos y los brezos,
también siego los hilos verdes de las zarzas con
los eternos secretos que duermen en el suelo.
Todo esto y mucho más puede descubrir
mientras proyecta berridos al cielo
y mácula con partículas de aceite
la tierra perfumada y fresca
que con los dientes
descubre y
fertiliza.

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